La espiral de la violencia continúa. Los asesinatos y las decapitaciones se multiplican por todo el territorio. Las muertes vinculadas al combate al narcotráfico suman ya más de mil. No sólo eso. La escalada está tocando a los niveles más altos de los cuerpos policiacos y la amenaza se cierne sobre la propia clase política. Allí están el asesinato de Lugo Félix, alto mando de la PGR en cuestiones de inteligencia, en la Ciudad de México y el atentado contra los escoltas del gobernador Peña Nieto en Veracruz. La hipótesis de una confusión en el segundo caso nunca fue creíble. Ahora se sabe que hubo advertencias dirigidas directamente al Gobernador del Estado de México. Pero el destinatario no fue sólo Peña Nieto, sino toda clase política y, en particular, el presidente de la República. Felipe Calderón ha recibido, desde que fue Presidente electo, amenazas personales y contra su familia. De ahí la gravedad de lo ocurrido. El atentado dejó en claro que los sicarios no asesinaron a los hijos del Gobernador, no porque no hubieran podido, sino porque no quisieron. Así que, a buen entendedor pocas palabras. El mensaje es uno: no nos detendremos; vamos con todo y contra todos; nadie está a salvo. O dicho de otro modo, los cárteles de la droga dejaron un acuse de recibo: sí, ya lo sabemos, esta es una guerra y la pelearemos como tal.
Por otra parte, la estrategia de los cárteles es similar a la que utilizaron los movimientos guerrilleros en los años 70: golpes relámpago a lo largo de todo el territorio. Lo ocurrido en Cananea, Sonora, lo ilustra a la perfección: un comando armado secuestra a cinco policías y cuatro civiles. La acción termina mal por la intervención de otros cuerpos de seguridad, pero pone en claro que el objetivo de los sicarios, no es destruir a las fuerzas policiacas, sino crear un clima de incertidumbre y terror. Incertidumbre entre los ciudadanos que se sienten, con razón, desprotegidos. Terror entre los integrantes de los cuerpos policiacos que saben que en cualquier momento pueden ser “levantados” y asesinados.
Nunca, en la historia reciente, el Estado mexicano había enfrentado un desafío de esta magnitud. Lo que pasó en los años 60 y 70 con los movimientos guerrilleros parece apenas un juego de niños. Los jóvenes insurrectos no contaban con los recursos ni con la capacidad armada de los cárteles de la droga. Su lucha, si bien dogmática y maniquea, era por ideales. Y lo más importante: jamás representaron una amenaza para la cohesión de las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad. En aquellos años eran las corporaciones policiacas los que infiltraban a los movimientos guerrilleros y no al revés. Por eso no es exagerado afirmar, y reiterar, que el narcotráfico se ha convertido en el principal desafío para la seguridad nacional.
Se ha criticado mucho a Felipe Calderón, por utilizar todo el poder del Estado para combatir al narcotráfico. La revista Proceso de hace una o dos semanas, señalaba, ufanamente, que la guerra contra los capos podría convertirse en el Iraq de Calderón. Quienes sostienen este punto de vista no son pocos. Los hay en la izquierda y, también, en el PRI. Todos coinciden en que el Presidente evaluó mal la situación y se metió en un berenjenal del que no saldrá bien parado. Ninguno precisa, sin embargo, qué otra alternativa tenía ni, cómo podía y debía enfrentarse el problema. Porque, a final de cuentas, ahí está el meollo de la cuestión: qué hacer contra el enorme poder de los cárteles que ya controlaban territorios completos y no cesaban de fortalecerse.
Uno de los que mejor entienden la gravedad de la situación es el gobernador Lázaro Cárdenas. Y no es extraño que así sea. Había regiones enteras de Michoacán donde los narcotraficantes imponían su ley y los niveles de violencia (allí se registraron las primeras decapitaciones) se habían vuelto intolerables. Lo que estaba en riesgo era la existencia misma del Estado de derecho. El deterioro era tal que no dejaba tiempo ni margen para otra opción. Por eso, y con razón, el Gobernador ha respaldado las acciones del Ejército.
Los costos y los riesgos de involucrar al Ejército directamente en el combate al narcotráfico son altos y consabidos: primero, porque se crean condiciones para que los integrantes de las fuerzas armadas se corrompan vía los narcotraficante o por el sólo hecho de vigilar y controlar directamente un determinado territorio. Segundo, porque los soldados no están entrenados para este tipo de acciones, propias de las policías. Y tercero, porque la posibilidad de que cometan abusos contra los civiles en una situación de excepción es real.
De hecho, hace diez años, el propio Calderón, entonces presidente del PAN, afirmaba: “Se ha puesto en riesgo a la nación con el abuso de la institución en acciones militares contra grupos armados… El riesgo es que una institución de última instancia para la seguridad nacional –y de alguna manera para la preservación segura de algún pueblo- esté penetrada y dominada por una fuerza como el narco, dejando a la nación vulnerable” (Reforma, 19/abr/1997). Las reflexiones de Calderón recogían la amarga experiencia del general Gutiérrez Rebollo, zar del combate al narcotráfico del Gobierno de Ernesto Zedillo, quien había sido detenido apenas el 18 de febrero de ese año.
De entonces a la fecha, las cosas lejos de haber mejorado han empeorado. Los riesgos de la intervención del Ejército son incluso más altos si asumimos que el poder de corrupción de los capos es mayor. Calderón lo sabe y debe tenerlo presente. Pero la política es el imperio del aquí y ahora. Y en ese aquí y ahora, el Presidente no ha tenido otra opción. Ese hecho, que es estrictamente cierto, sigue siendo la mejor respuesta a las criticas contra el Gobierno de la República. Sin embargo, hay situaciones y tendencias que no se pueden negar: 1) a mayor tiempo, mayor riesgo. Corolario: el uso del Ejército debe ser excepcional. 2) debe trazarse una estrategia de largo plazo para combatir al narcotráfico en el marco de un supuesto: no es una guerra que se pueda ganar en el corto plazo ni en forma definitiva.
Una estrategia efectiva debería contemplar: una ofensiva política para sumar a los partidos políticos a una cruzada nacional contra la delincuencia, reforzar y unificar a las policías federales, establecer convenios municipales y estatales para profesionalizar a los cuerpos policíacos, crear un cuerpo de élite en el Ejercito para el apoyo al combate al crimen organizado, abrir el debate sobre la legalización de las drogas blandas –en especial la marihuana.